miércoles, 12 de diciembre de 2018

Una curiosa historia de amor

Nunca pensé que confesaría echar de menos a TotoWashlet. Es más, siento auténtica morriña por mi Toto. ¿Acaso se puede añorar semejante cosa, por mucha porcelana y virguería digital que vista? Al fin y al cabo de qué hablamos aquí, sino de un inodoro. ¿Existe algo más prosaico en el mobiliario de nuestros hogares? No en vano son los retretes piedra angular de la escatología. Sí, pero qué retrete éste el Toto, ¡ay!

Una curiosa historia de amor - Viajeros por el Mundo

Sucedió que este domingo pasado, estando yo de ruta en coche, visité mis primeros aseos públicos desde nuestra vuelta de Japón, algo a lo que temía enfrentarme. Sospechaba yo que algún coste sentimental me acarrearía. En efecto, ahí fue donde me sobrevino el pálpito emocional, la repentina añoranza de nuestro Washlet querido. Fue en esas de ingresar en el aseo y no encontrarme con Toto. ¡Qué ausencia tan dolorosa! Hablar de pánico sería poco. Bastará que os diga que los obscenos graffitis pintarrajeados en las paredes me daban vueltas en la cabeza. En lugar de nuestro amigo, topéme a ciegas en la angostura del lugar(o sea, ¡rodillazo al canto!) con un vulgar Roca de toda la vida: insulso, gris y aburrido. Parco de agua, sin un mísero enchufe y un solo vatio en sus apestosos adentros calcificados, ¿qué podía ofrecerme ese haragán de loza si carecía de ambición? Más de lo mismo, como cualquier otro Roca de los de su especie. Como de repente se me quitaron las ganas de compartir con él mis vergüenzas, di media vuelta y me fui por donde había venido. Preferí perderme por un bosquezuelo próximo. Puestos ya a retroceder al medievo de los sanitarios, preferí fugarme a la prehistoria misma y evacuar libre en el campo cual neandertal resuelto. Era mucho Toto lo que embargaba mi ánimo.

Mientras me gotean ahora indiferentes los días, aún me ensimismo recordando su panel de mandos, más propio del teclado de un Mac de última generación que de un excusado al uso. Recuerdo cómo mis curiosos dedos se aventuraban en acrobáticos arpegios por sus muchas teclas de diseño. Cada una con una función sorprendente que cada cual guarda para sí en su diario. Te sentabas allí y te sentías en el mismísimo trono digital de un cyborgendiosado. El mundo se extendía a tus nalgas. Nuestro Occidente nos parecía pequeño.

Él fue un compañero, un amigo sincero. Antes que Yumi, fue Toto el primero en recibirnos en Japón. Y el último en despedirnos. En todas partes nos acompañó, como un guía más: en las montañas y en el llano, en las aldeas y en las megalópolis. Allí estaba siempre, en su puesto, inamovible, respondiendo al capricho de nuestras urgencias. Incluso en las falsas alarmas, nunca nos cerraba la tapa. Nos observaba boquiabierto admirando nuestros cuerpos serranos. Bebieras cerveza, sake, té o café enlatado del vending machine. O comieras Sukiyaki, ramen o sushi te recibía de buena gana siempre.  A los de las pizzas, por burros culinarios, no tanto. A solas siempre con cada uno de nosotros, oyéndonos en secreta confesión. Discreto como nadie, oye, un confidente de los de antes. Con todos prodigó su tiempo, a nuestra más entera disposición. Enchufado a la corriente andaba todo el día, y más cableado que un paciente en la UCI, chupando agua y electricidad a toda hora. Mutante de la fontanería y la electrónica niponas, ¡qué gran amigo nuestro Toto! Solo nos pidió una cosa: ¡Llevadme a España para que me conozcan!

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