Antes de que el hombre inventara la cerámica para duplicar el cuenco de sus manos con el que abrevar la sed, muchos de los rostros de las gentes de Extremo Oriente se cristalizaron para siempre de porcelana. Sucedió al florecer por primera vez los cerezos. Ese regalo se ha ido transmitiendo desde entonces de padres a hijos. A los occidentales no nos queda sino envidiarles. Nuestras caras solo presentan unos simples poros de arcilla.
He sido testigo en mi viaje a Japón de esa porcelana, viva de ojos, palabras calladas y sonrisas. Nunca la porcelana me dijo tanto. El calendario de mi viaje estaba reñido con la estación en la que el cerezo es cabellera rizada cuajada de flores. No importa, porque lo mejor de Japón no está en los cerezos. Ni siquiera en la hoja otoñal del arce al transformarse en esa llama que nos urge a unirnos a ella, sino en muchas de las caras de sus habitantes. Me fascinaron tanto que mi cámara fotográfica y yo caímos rendidos como si fueran shogunes y nos dominaran. Pero incruentos, porque ya no hay guerra en los japoneses, solo jardín, arroz y templo (y enchufes y cables eléctricos, muchos cables). Solo rostros de porcelana que te miran con respeto, como lo hacen con cualquier otro animal. Rostros iluminados, la porcelana no conoce la sombra. Misteriosos a veces, sí, pero jamás inescrutables. Eso pertenece al triste género del tópico. Rostros surcados por los mismos anhelos, alegrías y temores que en cualquier otro ser humano, visitado de porcelana o no. Acaso, quizá, tocados de una belleza desfallecida en su propia blancura de nieve. De apariencia evanescente, frágil, sí, pero reveladores también de tenacidad y fuerza.
La entrada Japoneses, por Andrés Ferrer Taberner se publicó primero en Viajeros por el Mundo.
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