Sus brazos no fueron suficientes para contenerme en su regazo. Lo último que recuerdo fue la calidez de su cuerpo y de pronto, zaz, el vacío y un fuerte golpe. La tierra y algunas hojas fueron mi refugio por un tiempo. Lo natural es que quien me había soltado, regresara, pero no fue así. De día, en el cielo y en las copas —de lo que ahora sé que son árboles—, se oían hermosas melodías que me alentaban; de noche, el crujir de las hojas me avisaba que algo o alguien estaba próximo, me aterraba; sin moverme, sin alimento, ¿qué sería de mí? Pero una mañana Tere me levantó. Por fin mi sufrimiento terminó. Ella me alimentó, me dio calor, me enseñó hasta a caminar y a correr. Lo demás… lo aprendí solo, como a recibir a los huéspedes en esta mi casa: Xixim, en el paradisíaco municipio de Celestún, en Yucatán.
ECOPARAÍSO
Cada mañana comienza igual: al sentir el calor del sol, cientos de aves me despiertan alegremente con sus cantos. Es hora de acicalarse y desayunar: frutas sobran aquí. En seguida mi rutina diaria que consiste en hacer una ronda por casi las 25 hectáreas. Es muy cansado, pero es bueno ejercitarse. He aprendido a identificar la flora de la duna costera, es muy delicada porque sus condiciones de supervivencia son muy difíciles debido al sustrato arenoso y salino, la aridez y el constante viento salobre que me hace llorar los ojos de vez en vez. Puedo entrar a casi todos los lugares, menos a la hortaliza biológica y a la cocina. Consienten a las plantas con hoja seca y composta de residuos orgánicos, lo que siempre se me antoja hurgar; es un martirio.
A mediodía me gusta ver todo desde las alturas. La propiedad está situada enfrente de una playa virgen rodeada de una plantación de coco enano malayo (especie que reemplazó al cocal alto del Golfo, ya que este fue devastado por una plaga denominada “amarillamiento letal”), así que nunca falta qué escalar y roer para el almuerzo.
Mi regreso a la recepción —en busca de un refugio para mi siesta— es por los senderos interpretativos; mis amigos de Xixim han puesto en cada planta un letrero con su nombre científico y cualidades, detalle que a los huéspedes encanta.
Después de dormir a la sombra, recibo a los visitantes jugueteando un poco y dejando que me tomen algunas fotos. Es muy divertido ver cómo algunos me tienen miedo, pero en un rato, toman confianza. “¿Les doy un recorrido?”, divertidos, siempre acceden.
ALDEA MAYA
Los recién llegados siempre preguntan por la playa y me dan ganas de explicarles que el hotel fue construido a partir de la segunda duna, dejando la primera intacta para tener como resultado una playa totalmente virgen, esa que la enorme tortuga marina elige para anidar en temporada, pero todo se los dice Víctor o Tere. Algo muy importante que nunca se les pasa decir es que no se lleven ni un caracol ni una conchita de la playa, para conservarla intacta y no desequilibrar el ecosistema. Después de ver la blanca arena en contraste con el mar multicolor, que deja sin aliento a todos, se mueren por ver su “guarida”. Así que seguimos con las palapas inspiradas en una aldea maya. Son espaciosas por dentro y alejadas una de otra, por lo que se garantiza la tranquilidad y la privacidad. Ventanales de piso a techo regalan una hermosa vista a una pequeña alberca, a la playa o alguno de los jardines por donde siempre paso para estar al pendiente de que todo marche bien. Por suerte, las camas están resguardadas por mosquiteros (aquí los moscos son cosa seria) y cada acción dentro recuerda que estás en un lugar cien por ciento ecológico. “No olviden separar su basura (hay incluso un depósito especial de colillas de cigarro en el baño)”, dice Tere con señal de súplica.
Para entonces ya se antoja un refrigerio, así que los guiamos hasta el restaurante y el bar, donde el chef José Alonso se encarga de entretenerlos, mientras yo hago lo propio: un plato en el suelo de fruta fresca me está esperando. Es entonces que los visitantes se sientan, buscando la vista al mar, para probar la trilogía de ceviches: el verde (con juliana de tomate verde, cebolla morada, aguacate y Xtabentún), el de camarón de la ría, que es pequeño, rico y de sabor fuerte (con mango, jícama pepino y chile piquín) y, por último, el de jaiba y pulpo con jitomate, cebolla y cilantro.
CHUNCHUCMIL Y SUS AVES
Prun y Herbey se apuntaron para ir a pajarear a una hacienda muy cerca de aquí. Les han dado binoculares y seguro se sorprenderán al ver cientos de aves, más de 300 especies, volar sobre esta abandonada exhacienda azucarera y henequenera que tuvo su auge de 1872 a 1928. Su fundador fue don Rafael Peón Losa, quien mandó a traer las tejas de Francia, las cuales aún pueden verse en parte de sus edificaciones. Esta hacienda, que alguna vez tuvo 1,500 cabezas de ganado, fue doblemente amurallada y reflejó la riqueza que el henequén aportaba.
CLASES DE HERBOLARIA EN LA HACIENDA SANTA ROSA
Por la carretera Mérida-Campeche, en la desviación que va a Maxcanú, se llega al poblado de Santa Rosa, ahí está una de las haciendas más bellas de Yucatán, miembro de The Luxury Collection (la cadena de las haciendas más lujosas del país). No me ha querido llevar Román, el guía de Xixim, pero me ha contado que llegar es como revivir un tiempo que ya se fue… “¿De la extinción de los dinosaurios?”, le pregunté alguna vez. “No, Yatzil (riendo contestó), me refiero a la época en que la Península de Yucatán era muy rica y famosa en el mundo entero por el henequén, fibra fundamental para el funcionamiento de maquinaria del siglo antepasado”.
No entendí mucho, pero me acordé de que en esta bella y lujosa hacienda de pisos, puertas y muebles originales de dicha época vive don Víctor, el curandero de la comunidad, especialista en herbolaria, que ha rescatado cientos de plantas medicinales de la zona, clasificándolas y dándoles el mismo uso que sus antepasados: ayudar y curar a la gente con brebajes, cataplasmas e infusiones.
Imaginé a mis nuevos amigos oyéndolo hablar por un largo rato; y, por supuesto, salir con una bolsita de papel en la mano, un remedio para el alma o para la piel.
A Román le encanta quedarse a comer ahí, espera con ansia el momento del postre: dulce de calabaza o de papaya, que le dan fuerza para seguir manejando la camioneta de regreso a Xixim.
Cuando todos se guardan, aprovecho para subir al techo de la palapa más alta. Ya la noche no me da miedo porque he aprendido a escuchar el murmullo de las estrellas y me pregunto si los demás, aquellos y estos viajeros, podrán también atender a este llamado del Universo… tan claro para mis oídos como clara es la Luna de Celestún.
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