El turismo rural comunitario está de moda en Costa Rica porque genera beneficios para las comunidades campesinas e indígenas. Ésta es la historia de uno de esos proyectos en una pequeña comuna campesina perdida en las montañas de la costa del Pacífico y de don Jim, el hombre que perdió una novia pero ganó un paìs.
Allan me señala las laderas boscosas que se desparraman bajo la terraza del lodge Santa Juana como quien enseña con orgullo el nuevo televisor de plasma de su salón. Me cuenta que antes arrasaban las montañas para plantar papas, yuca o maíz. “Ahora plantamos árboles”. Y me suelta la lista: Cristóbal, Manu, Chirraca, Corteza, Ispavel, Mayo y Quizarrá. Parece la alineación de la selección costarricense (solo faltaría Keylor Navas), pero son los nombres de las especies autóctonas con las que están repoblando potreros y viejos sembradíos desde que vieron que con el turismo rural comunitario podían llevar una vida mejor respetando y conservando su entorno en vez de destruyéndolo.
En Costa Rica el turismo rural gestionado por comunidades campesinas e indígenas o por particulares está de en boga porque genera ingresos extras para las comunidades, evita el éxodo a la ciudad de los jóvenes y pone en valor la cultura autóctona. Hace unos años tuve la oportunidad de vivir esa experiencia rural con los indígenas bribri, que viven al sur de la costa atlántica costarricense. Unas cuantas mujeres bravías -hartas de ver como su comunidad se descomponía y los jóvenes se iban a Limón a estudiar y ya no regresaban- montaron una cooperativa de turismo rural, construyeron un albergue para los viajeros y empezaron a ofrecer visitas para convivir unos días con ellos viendo cómo procesaban el cacao, sembraban yuca o le echaban de comer a las gallinas. Parecía una sandez. Pero resultó un éxito.
Santa Juana, desde donde esto escribo, es una comunidad campesina de apenas 10 familias diseminadas a lo largo de una pista de terracería en la provincia de Puntarenas, municipio de Quepos, costa del Pacífico. Su proyecto de turismo rural también ha deparado éxitos, pero es muy distinto en su gestación respecto al de los bri-bri. Porque aquí no fue la comunidad la que se movilizó. El catalizador fue un agente externo: “don Jim”.
“Don Jim”, como le llaman los vecinos, es Jim Damalas, un gringo grandote, afable y con perilla canosa al que si le pones un banjo pasaría por el mellizo de Kenny Rogers. Llegó a Costa Rica en 1974. Por aquel entonces tenía una novia también gringa pero medio tica, que le propuso ir de vacaciones al país de sus antepasados. ¿Costa qué…? Dice Jim que le dijo a su enamorada; no había oído nombrar en su vida ese lugar tan raro. El caso es que vino. Y al final perdió una novia pero ganó un país.
Jim se enamoró de Costa Rica, compró un terreno en la costa con lo poco que le tocó de una herencia paterna y montó uno de los primeros hoteles de Manuel Antonio. Hace 10 años subió por Santa Juana buscando un terreno para hacerse una casa de descanso. El valle le enamoró casi en la misma proporción que le apenó el desarraigo de la comunidad. Apenas había trabajo, los muchachos se tenían que ir a Quepos a buscarse la vida y en la escuelita apenas quedaban dos niños.
Compró el terreno, se hizo la casa (“la más sencilla y humilde del pueblo, para integrarme mejor en la comunidad”) y poco a poco trató de hacerles ver a sus nuevos vecinos que talando el bosque, disparándole a cualquier animal que se moviera o desforestando la selva no iban a ningún lado. Empezaron haciendo tours de un día con clientes que él les enviaba desde sus hoteles en la costa (para entonces ya tenía dos). Los santajuaneños hacían de guías de senderismo, paseaban a los clientes a caballo, les mostraban los trapiches y las mujeres cocinaban para ellos casaditos, tortillas de zorritos y empanadas de frijoles.
Les enseñó (”nunca impuse nada, siempre traté de hacer como que la idea salía de ellos”) que si había más árboles, habría más nacientes, que si había más nacientes, habría más animales. Y que si había agua, bosque y animales, más gente vendría a visitar su valle. Así que se liaron a plantar árboles donde antes los quitaban con la fe de un converso. Si lo decía “don Jim”, bueno sería. Más de 11.000 dice que llevan plantados. No solo ellos: a los visitantes les ofrecen apadrinar un árbol que luego ellos planta en las montañas. Puedes elegir un cristóbal, un manu o un chirraca. A cada uno le envían por mail un certificado de apadrinamiento y contribución a la causa que si bien no sirve para desgravar en Hacienda te deja la conciencia más tranquila que la de un boy-scout.
Poco a poco fueron llegando mas clientes y como muchos decían que de buena gana se quedarían a dormir en un sitio como éste, Jim construyó con ayuda de los hombres del pueblo seis cabañas camufladas en el bosque con unas vistas como para llevárselas a casa. Por la mañana te despiertan los tucanes que vienen a comer en los guarumos cercanos. Por la noche es tal el silencio que cuentan las malas lenguas que algún gringo urbanita ha necesitado asistencia médica porque nunca había experimentado semejante quietud.
Entre el lodge y las visitas guiadas trabajan siete personas de la comunidad de siete familias distintas –uno de ellos es Alan, el que me enseña con orgullo sus montañas-, para que los ingresos se repartan al máximo. Una parte de los beneficios va a la escuela (en la que ya hay siete niños) y otra a mejorar las condiciones de vida y las infraestructuras del pueblo.
En fin, que el turismo puede ser Atila, pero bien gestionado es oro molido para algunas comunidades. Supongo que ésta de Santa Juana, como la de los bri-bri o la que sea, tendrá también sus claroscuros. Pero ahora mismo, sentado en la terraza de mi cabaña viendo como la bruma se enreda entre la canopia como bocanada de habano y los colibríes liban cuchillitos del poró con su frenesí de azogue, mientras los cielos se visten de negro para dar paso al Diluvio Universal de cada tarde (es temporada de lluvias) creo firmemente que esta gente de Santa Juana vive mejor que antes.
Y que en el fondo, los turistas no somos tan dañinos como algunos agoreros tratan de hacernos ver.
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