lunes, 28 de octubre de 2019

Visitando la Pagoda Shwedagon en Myanmar

Una ligera brisa hacer sonar las campanillas que adornan los paraguas de las distintas estupas. El atardecer ha traído consigo el fresco alivio que se necesita para poder sobrevivir en Yangon, una ciudad donde la humedad es tan alta que comienzas a sudar casi incluso antes de que despunte el Sol.

Alrededor de la planta octogonal de la Pagoda Shwedagon centenares de visitantes locales caminan sin seguir una pauta común. Cada uno va a su ritmo. Algunos conversan, otros toman fotos, y los de más allá caminan envueltos en un silencio reverencial mientras dirigen su mirada hacia el cielo, allá a donde apunta el diamante de 76 kilates que corona la pagoda más sagrada de Myanmar (y tercera más importante del budismo).

Shwedagon Pagoda © David Escribano

Una pagoda monumental en el centro de Yangon

Mientras me uno al manso río de gente que da vueltas a ese tesoro creado por el hombre hace más de 2.500 años, me parece increíble que hace tan solo unos minutos me hallaba en un autobús que apenas podía avanzar en el denso tráfico de Yangon, una ciudad que crece sin mirar atrás y sin preguntar a nadie.

Allí, sin embargo, en pleno centro de esa urbe de 7 millones de habitantes, el canto de los pájaros solo se mezcla con el murmullo de la gente y los mantras de los devotos que han venido a rezar.

Alrededor de la pagoda, además, una amplia zona ajardinada aparece muy cuidada. En ella, algunas parejas caminan de la mano y ávidos deportistas corren ante mi atónita mirada: con tal calor y humedad, yo no sería capaz de esprintar 100 metros sin sentir puro ahogo.

Una joya de los tiempos de Buda

Cuenta la leyenda que la Pagoda Shwedagon se construyó en los tiempos en los que Buda aún estaba vivo e iba por el mundo ayudando a la gente a encontrar el camino hacia el Nirvana.

En sus inicios, no era la inmensa y prodigiosa mole que puedes admirar hoy en día. La pagoda fue ampliada por distintos reyes y mandatarios a lo largo de los siglos, alcanzando su altura actual – 94 metros – en 1755.

A partir de 1758, comenzarían a cubrirla de pan de oro. Estremece pensar que este monumento religioso posee una piel exterior de 80 toneladas de oro. Al saberlo, no puedo evitar pensar en la extraña paradoja de las religiones en países con economías tan precarias. ¿Qué beneficios sociales podrían implementar en Yangon con 80 toneladas de oro? Pues eso… Complicado ser tan práctico en un país tan fervorosamente religioso.

Para culminar la obra, la cúspide de la pagoda muestra un paraguas adornado con una miríada de piedras preciosas, siendo la más llamativa el diamante que brilla en la punta.

En el interior de la maciza estupa, las reliquias de Buda engrandecen aún más una obra que te deja estupefacto. Decir que te sientes pequeño es suavizar mucho las cosas

Monjes, altares e incienso

Aunque la mayoría de los habitantes que pasan por la Pagoda Shwedagon cada día son laicos (tanto locales como turistas extranjeros), no son pocos los monjes y monjas que viene aquí a rezar o solicitar donaciones de los peregrinos.

Con la cabeza rapada y vistiendo túnicas – pardas, ellos, y rosadas, ellas -, añaden colorido y paz, a partes lugares, al complejo.

Muchos de esos monjes son solo novicios que cumplen con alegría el mandato budista que les obliga a pasar, como mínimo, una semana de su vida en un monasterio. Algunos son niños de poco más de 5 años de edad y sonríen con timidez cuando les miras a los ojos. Imposible no devolverles la sonrisa en un país en el que el turismo de masas aún no ha arruinado la innata calidez y amabilidad extrema de sus gentes.

Alrededor de la inmensa estupa central, 68 pequeñas pagodas sirven de cobijo a algunos de las miles de estatuas de Buda que existen en el recinto. Frente a ellas, los fieles se arrodillan – o sientan – y rezan. Muchos de ellos dejan, también, ofrendas frente a las estatuas. Plátanos, flores, inciensos, velas… Los aromas se entremezclan con el fragor de la tarde, añadiendo aún más misticismo a una estampa que te acompañará el resto de tu vida.

Y al caer la noche…

La noche te ofrece una imagen distinta de la Pagoda Shwedagon. Tras el increíble espectáculo que regala el atardecer, se encienden las luces artificiales y el oro brilla con fuerza. Parece como si la pagoda creciera aún más, convirtiéndose en un tótem de otros tiempos al que resulta imposible resistirse.

Lejos de decaer el flujo de gente, el complejo parece estar más vivo que nunca y el murmullo general se intensifica. Es el mejor momento para sentarte a observar la vida pasar. Porque allí, y en ese mismo momento, toma un cariz que te cautiva. Sin estruendos, sin exageraciones, sin levantar la voz… El espectáculo cotidiano que regala una ciudad que lucha para que el desarrollo brutal que está sufriendo no la despoje de su ancestral encanto.

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