Me siento junto a la ventana y contemplo la calle. Mi ciudad, Alicante, está tranquila bajo el sol. La temperatura es ideal y veo a una pareja que pasea al perro por el parque mientras dos jóvenes, ataviados con ropa deportiva, parecen venir de echar un partido a algo. No hay humedad, no hay tumulto. El Mediterráneo se mece tranquilo… Y me acuerdo del Atlántico, furioso e insondable. No escucho música y mi memoria me regala la percusión de las escuelas callejeras de Pelourinho. Las pieles de la gente son uniformes, lejos de las distintas tonalidades que muestran la mezcla
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